jueves, 12 de abril de 2018

Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy


Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy (Tusquets)

Calculé mal mis lecturas para las vacaciones de Semana Santa (siempre pienso que con viaje en tren de por medio y más horas al aire libre me va a apetecer novela negra y quizá algo de terror y no siempre es así, y cuando la narrativa de género falla, falla de verdad) y acabé en una librería de El Corte Inglés, la tarde de jueves santo, buscando poner remedio a ese problema. Acabé con un libro de Murakami (El elefante desaparece, del que ya hablaremos) y dos ediciones de bolsillo de Fleur Jaeggy: Los hermosos años del castigo y El último de la estirpe.

No había leído nunca a Fleur Jaeggy pero en mi memoria estaba almacenado el nombre, citado hace muchos años en algún artículo (puede que más de uno) de Enrique Vila – Matas. De Vila – Matas se pueden criticar muchas cosas, pero no se puede dudar de que es un lector constante, siempre atento a encontrar nuevas voces y ejerce de tenaz recomendador de libros. Como puede pasar a veces con Rodrigo Fresán, se diría que todo le gusta, pero creo que es porque sólo hablan (con entusiasmo) de aquello que realmente les ha gustado. En ese mismo cajón de mi memoria en el que estaba el nombre de Fleur Jaeggy, constaba como una autora minimalista.

Me sorprendió encontrar dos libros de la autora en edición de bolsillo. Casi no tienen sus libros en las bibliotecas por las que suelo transitar, y no se puede decir que me tope con multitudes leyendo sus obras en el metro o el autobús (un tema a tratar es el de cómo se ha reducido, a simple ojo, el número de personas que leen en el transporte público desde hace diez años a hoy; los móviles inteligentes han vaciado de lectores los vagones). Me alegro, no obstante, de que autoras de decidida apuesta literaria acaben circulando en bolsillo. El caso es que cogí los dos libros de la autora que había, creo que pensando en que quizá no volviera a verlos y mejor aprovechar y estrenarme con ella.

Antes de apagar la luz por la noche ese mismo día ya había dado cuenta de Los hermosos años del castigo, que es el libro en el que me centraré hoy. Esa contradicción en el mismo título entre la hermosura y el castigo es la definición perfecta de la bella crueldad de la escritura que encontré en esa breve novela que juega a la memoria y dibuja un internado de clase alta, con sus normas arbitrarias y sus pequeñas tiranías, sus jerarquías, los caprichos de las de dentro, el respeto (y más el temor) debido a quienes ostentan el poder, sentirse abandonada por la vida y tener sin embargo que cumplir con sus caprichos (la narradora, el trasunto de la Fleur Jaeggy adolescente, tiene un padre con quien pasa las vacaciones y para el que parece no haber salvación, una especie de héroe trágico, un personaje catatónico que vive en hoteles salidos de una historia corta de Scott Fitzgerald, y una madre que desde Brasil, desde una vida nueva sin su hija, decide que su compañera de cuarto tiene que ser alemana, que le convienen unas actividades y no otras, etc.).

Las novedades, por escasas, se parecen mucho a la llegada de un meteorito, y la llegada de Fredérique, una muchacha altiva, bella, en apariencia frágil pero en realidad mucho más segura que las que ya estaban allí, aunque como en todo el libro hay muchos peros que hacer, una montaña de peros tan alta como las montañas heladas por las que la narradora sale a pasear cada mañana a las cinco, antes de que toque despertarse para ir a clase, y luego se pasa las mañanas en el aula adormilada, y no se sabe si disfruta más de la sensación de aire y libertad y frío en la piel de las cinco de la mañana o de la somnolencia provocada por sus decisiones a media mañana. Fredérique se convertirá en su mejor amiga durante un tiempo, para sorpresa de todas en la institución, incluso de la narradora, que se mueve entre la sorpresa y la falta de recursos emocionales con los que gestionar una relación que se mueve entre el amor y la admiración y nunca llega a verse del todo clara.

Nada se ve del todo claro. Solo que el futuro de esas alumnas parece estar predestinado por otros y que algunas niñas se resisten a lo que han decidido para ellas. Y desde esa resistencia no saben muy bien cómo manejar la vida. El baile de sensaciones y emociones baila perfectamente con la prosa, sugerente, que no cuenta todo, que oscila como en manos de un experimentado pianista que recorre escalas de jazz. No es casual, en ese sentido, que Fréderique sea la mejor pianista que nunca han visto entre esas paredes. Y supongo que no es extraño tampoco el aire de familiaridad con la prosa de Thomas Bernhard, esa que siempre me ha parecido que transmite mucho y que a la vez me ha impedido terminar ninguno de sus libros. Algo que no sucede con Jaeggy, que me encandiló durante todo el libro y me hizo desear abrir el siguiente (pero esa será otra historia). Las montañas heladas acrecentan la sensación de irrealidad, y como en el propio libro se cuenta, cerca de ese internado para señoritas hay un manicomio en el que estuvo internado Robert Walser.

Cuando la vida irreal del internado acaba, y la sensación dominante es la de que les han robado diez años de su vida, un período que nunca será del todo suyo ni del todo recuperable, la narradora sale a la vida y sigue caminando y encuentra en las salas oscuras de cine un refugio contra el exceso de charlatanería y luz de la vida. En una de sus excursiones al cine es cuando se reencuentra con Fredérique, y conoce al fin a su madre, porque uno de los grandes pasatiempos de la vida en el internado es escuchar las historias de familia de las demás e imaginar cómo son en realidad esas familias, y compararlas, claro, con la propia. Y la madre de Fredérique le dice que su hija intentó quemar la casa con ella dentro. Y no lo dice con intención de escandalizar a nadie, ni de culpar a su hija, sino simplemente como algo que sucedió. Y se trata de un momento que dibuja la cumbre de la novela, ese en el que falta el aire del todo.

Cerrada (a su manera) la historia, con Fredérique interna en un centro que bien podría ser una continuación del internado suizo, la narradora vuelve allí, muchos años después, y pregunta por aquel colegio, en medio de las solitarias y heladas montañas de ese país siempre neutral, siempre ajeno, y la respuesta que obtiene es que nunca hubo un colegio, la memoria de lo que ella vivió se ha perdido incluso en el pueblo, por lo que parece. Manicomios es lo que tienen allí, le aclaran. Porque la frontera entre lo restrictivo, entre la imposición de la corrección y la locura es fina, mucho, y ese parece una de las claves de la novela. La principal, probablemente. La más terrible de todas.

Seguiremos leyendo. A otros pero ahora también a Jaeggy.

Felices lecturas

Sr. E

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