viernes, 29 de diciembre de 2017

Mis cuentos pendientes de 2017

Mis cuentos pendientes de 2017

2017 ha sido otro año con buenas lecturas (para eso me esfuerzo en pensar antes de ir a las bibliotecas o librerías lo que quiero leer, para que el porcentaje de desengaños sea el menor posible; trato de leer siempre libros que pienso que van a gustarme por uno u otro motivo, nunca totalmente a ciegas). Por empezar con las frías cifras, he consignado 102 libros en mis apuntes durante este 2017. Esos son libros empezados y terminados, y de los que luego me he acordado de tomar nota, que no son todos. Hay libros que empiezo y descarto a las 30 páginas como un cruel lector editorial y no creo que merezca la pena contabilizar. El primero apuntado fue La escoba del sistema, de David Foster Wallace, y el último ha sido el segundo volumen de la Antología de cuentos de terror de Rafael Llopis para Alianza.

Buscando con afán estadístico los autores más repetidos, descubro que he leído 5 libros de Sergio del Molino, al que he comenzado a leer este año y con el que si no he cumplido sus obras completas debe faltarme ya poco, 4 de William T. Vollmann, 3 de Stephen King, Mircea Cartarescu, Eduardo Halfon y Joyce Carol Oates. 

Cada vez leo más ensayo (literario y de otros temas), y me alegra ver que este año he retomado la lectura de libros de cuentos, que tenía un poco abandonada, aunque no me he metido en tantos proyectos de Cuentos completos como pretendía, y los de Nabokov esperan que algún día continúe con ellos. He descubierto al enorme cuentista que es Gógol, por ejemplo, y he confirmado al que fue Onetti. Algunos autores me siguen sorprendiendo por lo magníficos que resultan aunque cada vez que llego a ellos sea como por casualidad y sin ninguna continuidad, y esto me ha pasado volviendo a leer a Stanislaw Lem (Astronautas y Máscara), Ismail Kadaré (La cena equivocada, aunque bueno, con Kadaré sí soy más continuo, pero es que tiene una obra bastante extensa) o Torrente Ballester (Off – side). Siempre salgo contento de mis reencuentros narrativos con Rafael Balanzá (Los dioses carnívoros), Antonio Orejudo (Los cinco y yo) o Ismael Grasa (El jardín), aunque en ninguno de los tres casos creo que haya sido este el año de su mejor libro. Espero haber aprendido algo de los Cursos de Literatura Rusa y Europea de Nabokov.

En épocas de estrés, y 2017 las ha tenido, siempre me va bien leer novela negra o de terror. Entre las autoras más destacadas de este año, Gillian Flynn y Joyce Carol Oates (especialmente los excelentes relatos de El señor de las muñecas y otros cuentos de terror), frías y crueles en sus planteamientos y ejecuciones, y una muy buena novela para descubrir a Tana French (Silencio en el bosque) y otra más endeble para desconfiar de ella (En piel ajena). No había leído hasta ahora Misery, que me pareció sin duda una de las novelas top de Stephen King, y su ensayo Danza macabra me parece un libro a tener en cuenta para cualquier aficionado al género, y quizá para cualquier lector serio, y más si escribe, géneros aparte.

He leído bastantes libros que por uno u otro motivo podrían entrar en la categoría de raros, que parece ser viendo mi trayectoria una de las que más me interesa como lector. Lou Reed era español, de Manuel Vilas, Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet o incluso Clavícula, de Marta Sanz y La sangre del cordero, de Peter DeVries son libros extraños, pero al lado de otros como Teoría del ascensor, de Sergio Chejfec, Mi amistad con Jesucristo, de Lars Husum o Continuación de ideas diversas, de César Aira, parecen casi novelas clásicas.

De esas recomendaciones que te llegan por muchos sitios a la vez (amigos, otros lectores, la unanimidad de la prensa), me han decepcionado, o al menos no han llegado a decirme nada que perdure ahora en mi memoria: La vegetariana, de Han Kang, Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, El motel del voyeur, de Gay Talese, Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, Capitalismo canalla, una historia personal de la literatura, de César Renduelles o un par de libros de David Vann que empecé y no acabé.

De entre ese mismo maremagnum de unanimidades sí me han parecido justos merecedores de esos elogios Canción dulce, de Leila Slimani (Premio Goncourt), Solenoide, de Mircea Cartarescu, La hora violeta y La españa vacía, ambos de Sergio del Molino y La mujer que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks.

Acabo reconociendo que pese a que la lectura de William Gaddis despierta en mí la sensación de estar leyendo algo realmente grande, aún no he podido pasar de la mitad de Los reconocimientos, aunque hay pasajes que ya han pasado a formar parte de mi pensamiento y que he ido leyendo y releyendo con frecuencia desde que empecé con el libro allá por abril. Será quizá un libro a terminar en 2018.

Para terminar de confundir mis ideas, más que de aclararlas, haré una lista de 10 libros que resumen mis preferencias del año. Hago un breve comentario de los que no he reseñado en el blog, con los ya reseñados me remito a lo dicho.

1. Solenoide, de Mircea Cartarescu (Impedimenta)

2. Cuentos completos, de Nikolái Gógol (Nevsky)

3. Los pobres, de William T. Vollmann (Debate)

4. Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé (Anagrama)

5. La hora violeta, de Sergio del Molino (Mondadori)

6. Cuentos completos, de Juan Carlos Onetti (DeBolsillo): Entre Vargas Llosa y García Márquez se escapa a veces reivindicar a Onetti como quizá el autor mayor de aquella generación (aunque en realidad en aquel movimiento del Boom no había exactamente una generación ni dos, sino varias). Onetti es un escritor poderosísimo, con una respiración única, del que leí varias novelas hace años, novelas de esas que se te quedan muy dentro y contra las que durante un tiempo tienes que luchar, cuando escribes, para no imitar. Había leído algunos cuentos sueltos pero nunca sus relatos completos. Son poco más de doscientas páginas, y para qué más, si es una de esas lecturas en las que cada página requiere a veces horas de reflexión. Los temas son los de las novelas de Onetti,. Y el tono, entre melancólico y ahogado, también. Los perdedores, los fantasmas, las mujeres que dejan a un hombre destrozado, la tentación más cercana a la que es más fácil abandonarse.

7. Clavícula, de Marta Sanz (Anagrama)

8. Danza macabra, de Stephen King (Valdemar): Siempre digo que creo que lo que más perdurará de la obra de Stephen King serán los relatos, más que las novelas (dicho así en general, sabiendo que tiene novelas que probablemente sí resistirán lecturas del futuro, como El Resplandor, Misery o Cementerio de animales, pero su porcentaje de acierto en la novela es considerablemente inferior al de sus relatos). Lo pienso y creo también que no es exagerado (no demasiado, al menos) situarlo a la altura como cuentista de Edgar Allan Poe. Y ya sé que la importancia de Poe radica más en su lugar en la historia que en sus cualidades de escritor artesanal. Pero en esa artesanía escribiendo relatos, que es en la que pretendo centrar el comentario, King no es un cuentista inferior. No sé si igual que Poe fue el primero en teorizar acerca del artefacto que tenía entre las manos, el relato corto moderno, King no quedará también como ensayista. Hace un par de años leí el imprescindible (para juntaletras) Mientras escribo (y la introducción que hace a su propia colección de cuentos El umbral de la noche también tiene algo de curso de escritura), y este año ha sido el de mi primer encuentro con Danza macabra, un ensayo que partía originalmente de la intención de recoger los 30 años que iban de 1950 a 1980 en cuanto al terror como arte se refiere (cine y novelas, principalmente). Pero es bastante más, pues King desvela sus lecturas, sus filias, fobias, algunas cuestiones sobre criarse en un hogar complicado y sin muchos recursos, el refugio que un niño o un adolescente pueden encontrar en la ficción más poderosa, donde el miedo es de mentira, por mucho miedo que dé. Lecturas originales de clásicos y de productos de baja calidad en lo literario pero de los que también se pueden sacar aprendizajes interesantes. Es otra ocasión de entrar al taller de un artesano que como él mismo dice, es bueno saber de dónde viene lo que uno hace, porque no viajará igual en el metro de Nueva York si sabe que su abuelo fue un inmigrante que llegó a la ciudad para construirlo. Hace una de las lecturas más profundas y menos académicas sobre las tres patas que cimentan el terror literario en el XIX y plantean tres de los temas más repetidos en la literatura y el cine desde entonces (los herederos de Frankenstein de Mary Shelley, Drácula de Bram Stoker y El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de R.L. Stevenson, respectivamente) y uno termina el libro con una inagotable lista de títulos que consultar, leer o buscar para ver en televisión. Un libro de esos para tener en casa y ojear de vez en cuando.

9. Las sillitas rojas, de Edna O´Brien (Errata Naturae)

10. La trilogía inacabada de Toronto (Un hombre astuto y Asesinato y ánimas en pena), de Robertson Davies (Libros del Asteroide)

El año pasado di un segundo listado (del 11 al 20) de libros que perfectamente podrían haber estado en ese top 10. Por variar, haré algunas reflexiones sobre géneros o autores.

Un autor en general que no está en la lista: Eduardo Halfon es muy recomendable en general (he leído este año títulos de Pre – Textos y de Libros del Asteroide). Creo que sus libros son capítulos de un solo libro, su obra general, y es uno de esos autores casi silenciosos que están haciendo algo realmente interesante, un híbrido entre el relato, las memorias, la novela y la conversación de bar con algunas ramificaciones ensayísticas.

Otros libros de los mismos autores: Hay 2 autores de los que podría haber incluido perfectamente un libro distinto, o más de uno de cada uno, pero pensaba que sería más razonable un libro por autor como máximo (mi estupidez – mis normas). La españa vacía, de Sergio del Molino y Gloria o Historias del arcoiris, de William T. Vollmann son de lo mejor que he leído en todo el año.

Otro libro de cuentos: Máscara, de Stanislaw Lem (Impedimenta). Creo (casi seguro por el tipo de pensamiento que describe) que era Philip K. Dick quien decía que Stanislaw Lem no podía ser una persona, sino que debía tratarse de alguna clase de inteligencia colectiva escondida tras el Telón de acero. Hay que reconocer que a Lem no lo trataban con demasiado cariño tras ese Telón, y hay que darle la razón a Dick en que a veces parece un escritor tan bueno en tantos sentidos (filosófico, discursivo, en lo imaginativo, en lo meramente literario, en lo profético) que resulta atractiva la idea de que no fuera un único autor. Máscara es una colección de relatos preparada para el mercado español por Impedimenta con relatos de Lem que no habían ido apareciendo en su momento en las traducciones de sus colecciones. En unos casos por censuras, en otro por descartes de los editores del momento o del propio Lem. En cualquier caso son relatos de primer nivel, que me han devuelto al mundo de los Diarios de las estrellas, un libro que ya me enamoró.

Uno de género negro: Pánico al amanecer, de Kenneth Cook (Seix Barral). Parece ser que es un clásico de la literatura australiana. Es una historia negra en el campo australiano con una clara influencia de Kafka y por momentos de Beckett, por lo vacío y absurdo que es todo. Es una de esas misiones aparentemente sencillas (dejar el pueblo de mala muerte en el que el protagonista ha estado trabajando ese curso como profesor y volver a Sidney para las vacaciones) que se va volviendo algo casi imposible de cumplir. Leí el libro tras encontrar las recomendaciones de J.M. Coetzee y Nick Cave, nada menos. Muy agobiante.

Otro de género negro: Rey de picas: una historia de suspense, de Joyce Carol Oates (DeBolsillo). Porque no es más que una historia de detectives bastante clásica y tópica pero tiene un juego metaliterario muy potente que se va adueñando de ella y retorciéndolo todo hasta conventirlo en un libro que destaca.

Uno de terror: El señor de las muñecas y otros cuentos de terror, de Joyce Carol Oates (Alba Contemporánea). Qué retorcida sabe ser esta autora. Y qué eficaz resulta como narradora en todo lo que he leído bajo su firma.

Otro de terror: Canción dulce, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire). Hace poco leí el título de esta novela en una lista de recomendaciones de novela negra. Y creo que no manejamos los mismos códigos para evaluar las novelas quien firmara aquella lista y yo. Canción dulce es una historia que da tanto miedo como Cementerio de animales de Stephen King porque te enfrenta a los mil peligros que puede correr tu hijo y lo relativamente fácil que sería que muriera. Aquí además no se le ofrece a los padres la posibilidad de recuperarlo en forma de zombi, como sí sucede en la historia de King. Es un libro que te hiela la sangre y te hace aún más desconfiado, y lo hace desde las convenciones del género de terror, porque el crimen está resuelto desde la primera página y todo lo que nos tienen que contar es cómo ha ido oscureciéndose el alma de la asesina, hay incluso momentos y escenas tópicas de una historia de terror. Y es, además, una crítica bastante feroz de la clase media acomodada con aires de superioridad, de la hipocresía, de los prejuicios apenas ocultos, de todo eso que normalmente no se nombra en el discurso público y que muy rara vez aparece en las novelas.

Ensayo: Podría decir La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine (Acantilado), porque es un libro que expresa perfectamente algunos pensamientos que tengo muy claros e interiorizados, y por así decirlo, me da la razón.
Podría decir quizá Vindicación del arte en la era del artificio, de J. F. Martel (Atalanta), por los motivos contrarios, porque me ha hecho ver algunos aspectos que no se me habían ocurrido a mí solo y me ha dejado pensando.
Podría decir también Anatomía de una epidemia, de Robert Whitaker (Capitán Swing), porque habla de la enfermedad mental y la sobremedicación y el sobrediagnóstico y me dejó muy preocupado, y ya sé que tiene un punto amarillista, pero aún así.

Una novela más o menos clásica: Off – side, de Gonzalo Torrente Ballester (Punto de Lectura).

Una novela rara: Mi amistad con Jesucristo, de Lars Husum (Alba Contemporánea). Un tipo que es una especie de ni – ni danés con mucho dinero (porque es el hijo de una estrella del pop femenino que acabó muerta prematuramente), y que es, además, por decirlo suavemente un hijoputa al que todo parece importarle muy poco, que trata mal a las pocas personas que se acercan a él con cariño, y eso es así desde sus novias a su hermana, que lo adora, y a las que va destrozando completamente. Vemos a ese tío siendo un capullo durante la primera parte de la novela, y cuando ha tocado fondo, aparece Jesucristo en su casa y lo guía hacia el pueblo del que huyó su madre, la futura estrella del pop que se ahogaba en ese provincianismo y conservadurismo, y allí va formando una especie de grupo de apóstoles que le siguen en su camino de purificación. Decir que se le aparece Jesucristo es mucho decir, claro, pero como el mismo Jesucristo del libro le dice: tú y yo sabemos que seguramente yo no soy Jesucristo, pero no tienes nada mejor a lo que agarrarte ahora mismo.

La mejor relectura del año: La parte inventada, de Rodrigo Fresán.

Autoficción o similar: Lou Reed era español, de Manuel Vilas (Malpaso). Esencialmente Vilas siempre escribe sobre su propio personaje, pero aquí se marca un juego que por un lado homenajea a Lou Reed, un cantante que a mí también me encanta y dibuja muy bien la evolución de España durante 40 años. No sé si a los que no conozcan o sean oyentes habituales de Lou Reed les dirá tanto el libro o es un requisito de entrada, me genera esa duda.

Libro raro que no sea novela: Continuación de ideas diversas, de César Aira (Jus Ediciones).

El libro con el que acabo 2017 y que terminaré en los primeros días de 2018 y me está haciendo pensar ya si no será uno de esos libros realmente importantes como lector: La ópera flotante / El final del camino, de John Barth (Sexto Piso), una edición de las dos primeras novelas de este precursor del posmodernismo americano, al que hasta ahora había oído en esas listas que incluyen a todos los antepasados de David Foster Wallace pero al que aún no había leído.

Y ya sí que lo dejamos aquí.

Feliz 2018 lleno de buenos libros para tod@s l@s lector@s que este blog haya podido tener a lo largo de estos 12 meses que estamos cerrando.

Seguiremos leyendo

Sr. E


martes, 19 de diciembre de 2017

La hora violeta, de Sergio del Molino

La hora violeta, de Sergio del Molino (Literatura Mondadori)

Este libro es un diccionario de una sola entrada, la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá nunca a una chica, que no irá a la universidad y no se irá de casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca tendremos que abroncar. Un hijo que jamás leerá los libros que le dedicamos.

Así empieza el libro. La hora violeta de la que habla Sergio del Molino está tomada de un poema de T.S. Eliot, y es la hora en la que en el intermedio de la vida las espaldas empiezan a despegarse del lugar de trabajo y las cabezas empiezan a pensar en lo que viene por delante. El motor humano espera como un taxi parado en marcha, dice la cita del poeta que abre el libro. Las horas no avanzan, siempre marcan la misma los relojes, confiesa el autor al principio.

La hora violeta de la que realmente habla este libro es la hora más terrible de todas, la de enterrar a un hijo. La que se genera entre ese trance y la vida que queda después. Porque queda vida después. Sergio del Molino escribió este libro en 2013, desde la vida de después, con un ánimo que es esencialmente terapéutico. Terapéutico porque le ayuda en algún grado a dejarlo atrás o al menos a repensarlo, y terapéutico porque fija la imagen de Pablo que él, su padre, el escritor, quiere fijar, después de que una leucemia lo matara con algo menos de 2 años.

Sergio del Molino escribió esta novela en 2013, y fue un libro que sonó bastante y obtuvo reconocimientos (el premio El ojo crítico, por ejemplo). En 2013 yo iba a ser (y lo fui) padre por primera vez y no me sentía capaz de coger en esos momentos un libro que hablaba de algo tan tremendo. Este año he sido padre por segunda vez, y ya he leído tres libros de Sergio del Molino antes de diciembre (este es el cuarto y cogí en la biblioteca el quinto, La mirada de los peces), y el hecho de que La hora violeta sea un libro que me han seguido recomendado a lo largo de estos cuatro años me ha hecho confiar en que su calidad literaria estaría sin duda por encima de la tragedia y el melodrama. Y lo está. Es un libro que tiene un gran valor como testimonio pero es un libro que tiene un gran valor como obra narrativa sin tener en cuenta otras consideraciones (aunque es casi imposible no pensar en que lo que aquí se cuenta fue sucediendo así).

¿Cómo nos atrevemos nosotros, lectores, a asomarnos al drama de un padre pero por extensión al drama de una familia, porque el autor se desnuda él e igualmente desnuda a su mujer, a su hijo, a su entorno familiar y de amigos, a las médicas y enfermeras (porque el entorno médico en el que se mueve en ese horrible lugar llamado planta de oncología pediátrica es casi todo el tiempo femenino). Supongo que lo único que nos legitima es que el padre haya decidido dejarnos entrar ahí.

Y entramos en la cámara de los horrores. Entramos a un libro que no es una novela y que descubre el final de la historia desde el principio, con la intención de explicar al autor y sus motivaciones y para que sepamos dónde nos estamos metiendo. El libro está narrado en primera persona y en un tiempo presente que ya estaba pasado y que ya sabemos que estaba pasado y que es uno de esos pactos autor – lector que aceptamos gustosamente. La prosa no peca de cargada ni de sentimental, y se agradece. Uno de los leit motivs que van acompañando la escritura de Del Molino y sus reflexiones sobre el mismo hecho de estar escribiendo sobre lo que lo está haciendo es no caer por la pendiente del sentimentalismo, no buscar dar pena a nadie, usar las palabras más neutras posibles. Usar también las palabras que no se suelen usar por un sentimiento de respeto a los enfermos y a sus familias, lo que lo hace duro por momentos, pero más duros resultan a menudo los eufemismos.

El diagnóstico es un momento terrible en estas enfermedades y lo peor es que no es más que el comienzo. Lo que va a venir después, incluso si acabara de la mejor manera posible, nunca va a ser bueno. Como se dice en el libro, la quimioterapia es una medicación que en cualquier dosis, por ínfima que sea, es mala para el organismo, pero es la única capaz de afrontar lo que está pasando con el crecimiento celular. Quienes hemos estado cerca de estos tratamientos sabemos lo que son.

La hora violeta no se merece que lo estropee tratando de explicarlo, porque se explica desde sus presupuestos. Quien quiera leerlo, y no es para todos, sabe a lo que se expone. Quien entre también se verá recompensado por momentos tiernos y casi divertidos, por extraño que pueda sonar. Porque un niño que se ve obligado a pasar en el hospital la mayor parte de su tiempo acaba haciendo de eso su normalidad y los niños de 1 y 2 años son esencialmente divertidos. Porque esos padres intentaron todo lo que estuvo en sus manos para que ese niño, Pablo, no sufriera más de lo necesario, para que no los viera hundirse. Y porque también es a veces una recompensa verte superado y llorar ante lo que se está contando en esas páginas. Porque es la prueba de que el libro quizá debía ser escrito (por más que desconfiemos de los libros necesarios) y esta era la manera de hacerlo.

Las reflexiones sobre las condiciones sociales del cáncer son valiosas por sí mismas y además no entorpecen la historia principal. Como bien dice Sergio del Molino, las metáforas bélicas acompañan siempre al cáncer, desde el momento del diagnóstico, y los pacientes son empujados a comportarse como luchadores que se ven en el frente sin quererlo y en el caso de los niños casi sin comprenderlo. Y porque como dice, a veces parece que el cáncer fuese el castigo de un dios vengativo, pero nunca lo puede ser más que cuando es el castigo tras los primeros meses de existencia de un niño.

He llorado varias veces durante la lectura de este libro (y debo reconocer que para mí eso de llorar leyendo un libro era una expresión cursi que no recordaba haber experimentado en la realidad hasta ahora). Sin embargo, no me he sentido manipulado emocionalmente en ningún momento como lector. Esto hubiera sido lo más fácil, lo hubiera pretendido o no el autor, pero todo el libro mide exactamente dónde parar antes de abrirle las puertas al melodrama y al recurso fácil que nos haga sentir pena y llorar. Sentimos compasión en todo momento por ese niño y esos padres, y por los (sobre todo las) profesionales que trabajan con ellos hasta el último día, y por la cantidad de vidas devastadas que cada año se pierden.

Hay dos modelos de escritura claros en La hora violeta, dos libros que han marcado durante décadas la idea de libro de luto, que Sergio del Molino no esconde, porque los ha leído, y porque sería ridículo fingir que no los había leído. El primero es un libro español, Mortal y rosa, de Francisco Umbral, del que se toma una cita para abrir el libro junto al poema de Eliot. Como el propio autor comenta en el libro, ha tratado de huir del lirismo de Mortal y rosa, otro libro dedicado al hijo muerto por un padre; huye Del Molino del lirismo igual que ha decidido, desde el principio, mostrar a su hijo muerto como una persona concreta, Pablo, no con términos genéricos, como hace Umbral. El otro es El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, el libro en el que esta periodista relata cómo su marido murió de un infarto, en un instante, mientras cenaban después de venir del hospital en el que su hija estaba ingresada en un estado muy grave. Me reconozco incapaz de haber pasado nunca de la página 40 del libro de Didion, mientras que sí he leído completo el de Umbral, y he pensado algunas veces sobre él. Didion, en cualquier caso, se nota como una influencia también importante en este libro de Sergio del Molino, y ese pensamiento mágico aparece como nexo con aquel libro, todas esas esperanzas sin aparente conexión con la realidad que mantienen en la brecha a los enfermos y a sus familias.

Por quitar algo de oscuridad a la reseña en vísperas de Navidades, pues este es un libro sobre un tema grave, quizá el peor de los temas, y tratando a la vez de no desviarme demasiado, encontré en las últimas semanas un ataque a Joan Didion en las páginas de Danza macabra, de Stephen King. Como de pasada, pero todo un puñetazo, unas pocas palabras casi violentas para el lector actual, escritas en 1980, y que hablan de una presencia inconsciente de las clases sociales y sus conflictos en gran parte de las historias de King, algo por otra parte muy común en los productos más populares del género de terror.

Esas cosas son para los ricos. Hace poco, Joan Didion escribió un libro sobre su propia odisea a través de los sesenta, The white album. Para los ricos, supongo que resultará un libro muy interesante: es la historia de una mujer blanca acomodada que se pudo permitir tener un ataque de nervios en Hawai …

Didion se lleva el golpe en el libro de King un poco sin necesidad, pero tiene razón el novelista en el contexto general en el que inserta ese comentario. El verdadero terror depende mucho de la vida habitual de quien lo sufra. Ante los verdaderos problemas los problemas menores se vuelven invisibles. Y ante ciertas realidades el terror crece hasta hacerse insoportable. La hora violeta nos habla de los verdaderos problemas y del terror auténtico. La sociedad actual, correcta y llena de lemas positivos, no nos prepara para afrontar lo malo. Y no conviene olvidarlo antes de empezar a leer este libro.

Seguiremos leyendo.
Lo próximo ya será una entrada con lo más interesante que he leído en este 2017.

Felices lecturas


Sr. E

lunes, 11 de diciembre de 2017

Solenoide, de Mircea Cartarescu

Solenoide, de Mircea Cartarescu (Ed. Impedimenta)

Mi primera experiencia lectora con Cartarescu fue, como la de muchos, con el relato El ruletista. Es un relato del que se ha hablado mucho y del que no creo estar exagerando si digo que no desentonaría al lado de relatos de Borges, Kafka, Cortázar, Bioy o Buzzati en cualquier antología del género fantástico. Me compré después el volumen en el que este se incluye: Nostalgia, que es un libro que he ido leyendo y releyendo de manera discontinua durante los últimos dos años. Tuve la suerte de asistir a una pequeña charla de Cartarescu en la librería Alberti de Madrid con la que se presentaba el volumen de prosas (no son ensayos en su mayoría, tampoco son relatos propiamente dichos muchos de ellos) El ojo castaño de nuestro amor. Durante el último verano leí los volúmenes de textos más o menos vivenciales Las bellas extranjeras y Por qué nos gustan las mujeres y la novela Lulú.

No me he atrevido aún con El levante, una novela ensoñadora escrita al modo de La odisea de la que me han hablado maravillas, pero llegué a finales de octubre, como un fan acérrimo (que no lo soy, aunque tras este libro ya me sumo a la categoría de lector muy interesado en él) a uno de los primeros ejemplares de Solenoide, su última novela traducida. Lo leído hasta ahora de Cartarescu me hablaba de un autor irrealista (el excelente escritor de relatos de Nostalgia), que incluso bajo encargos de realismo (contar su experiencia como representante de la literatura rumana en Francia, en el caso de Las bellas extranjeras, sus relaciones con las mujeres en Por qué nos gustan las mujeres) siempre encuentra el modo de evadirse. Cartarescu es un soñador (una palabra clave en su producción), alguien que no sabe a veces en qué país vive. La figura tópica del poeta despistado con pelo largo.

Solenoide recoge esa apuesta de soñador irrealista y la dobla o la triplica o quizá hasta la cuadruplica. Mircea Cartarescu, de 60 años, autor reconocido en su país hasta el punto de que parece el actual poseedor del título de escritor patrio por excelencia, bien traducido en Europa (se habla mucho de la excelente labor de Marian Ochoa de Eribe, que parece dedicada por completo a la obra del rumano, como en una de sus historias, como otro personaje borgiano; aquí vuelve a hacer un trabajo delicado y casi invisible), candidato al Premio Nobel y probable ganador del galardón en la próxima década. Desde esa perspectiva se podría esperar un cierto acomodamiento (no hace falta pensar demasiado para llegar al nombre de autores acomodados de ese nivel de reconocimiento, citaré en cambio únicamente a un autor que con el Nobel en la mano ha seguido escribiendo ambiciosamente, J. M. Coetzee, que primero se sobre expuso en el tercer tomo de sus memorias, Verano, y luego se ha arriesgado a la incomprensión con los libros La infancia de Jesús y Los días de Jesús en la escuela) y un esperar a la posteridad pero ha sorprendido con una novela ambiciosa, desmesurada, universal. Un libro que convencerá más o menos a cada lector, pero que está escrito desde la convicción del autor de estar alumbrando su obra magna.

Quiero detenerme en el adjetivo universal, porque creo que lo que Cartarescu cuenta en Solenoide, aunque anclado a Rumanía y concretamente a Bucarest, una ciudad que parece adaptarse al estado de ánimo del narrador, y lo mismo es la más bella del mundo que un lugar gris y asfixiante, es algo alejado totalmente de la necesidad de conocer la realidad local para interpretarlo. Por otra parte, Solenoide construye un universo completo. No es que la novedad esté en el hecho de armar una novela, por larga que sea, que traza la vida completa o casi completa de alguien, pues novelas de esas hay muchas y las hay excelentes. Lo personal y arriesgado de Cartarescu es cómo permite que su narrador se deslice hacia la locura por párrafos y siempre sabe volver con él hacia la corriente principal de la historia, integrando las digresiones perfectamente en un marco general, permitiéndose verdaderos desvaríos (desvaríos, todo quede dicho, perfectamente asumibles, pues creo que a estas alturas de la historia todos sabemos lo estrecha que es la definición de normalidad).

Los dos grandes nombres que se evocan al hablar normalmente de Cartarescu son Borges y Kafka. En sus relatos (pienso en los incluidos en Nostalgia) Borges es quien más sombra da a la prosa de Cartarescu. El ruletista, quizá su obra más popular, es una narración digna de Borges, que juega con las paradojas lógicas al modo del argentino. Aquí es sin duda Kafka. Empezando por el simbolismo que los insectos toman en Solenoide, que se inaugura con un recuento de piojos, y que apuntan directamente a La metamorfosis. Pero sobre todo por el desdoblamiento al que se somete Mircea Cartarescu, que nos narra en Solenoide, simplificando mucho, una existencia paralela. El Mircea Cartarescu autor asentado de relativo éxito juzga sin un objetivo claro al Mircea Cartarescu que podría haber sido pero que finalmente no ha sido. Lo convierte en su propio Josef K. y lo somete a los tormentos del rechazo, el fracaso, la soledad, la frustración y las alucinaciones que le hacen dudar de su cordura. Cartarescu es, en cualquier caso, juez y parte, como diría el lugar común, y se aplica cierta piedad antes de condenarse. Trata de entender a aquel soñador inadaptado que fue desde su adolescencia y que quizá solo ha dejado de ser en parte y en gran medida gracias a casualidades.

Hay una noche que funciona como big bang y a mi entender determina el desdoblamiento autor – narrador – personaje, y es la noche en la que Mircea Cartarescu se muestra como poeta en público y lee sus composiciones ante un tribunal de la Inquisición formado por otros poetas igualmente jóvenes. El Mircea Cartarescu real salió bien parado de aquel trance. El Cartarescu del libro nunca superó las palabras de desprecio que le dedicaron. Se recogió dentro de sí mismo y lo único a lo que dedicó su tiempo de escritura desde entonces fue a este diario que ahora nos muestra. ¿Por qué el título, por cierto? Porque Cartarescu vive en la novela en una casa con forma de barco en el interior de la cual encuentra los extraños inventos de un antiguo habitante de tan extraña vivienda, uno de los cuales es un gigantesco solenoide que parece capaz de ordenar el mundo a partir de sus atracciones y repulsiones.

Cartarescu fue maestro de rumano en una escuela pública durante los años ochenta. El personaje de la novela lo ha seguido siendo, ha cruzado como un mueble el sistema educativo desde la época de Ceaucescu hasta la actualidad. Siempre se ha considerado un maestro sin vocación, torpe, despistado, incapaz de motivar a sus alumnos. Son sensacionales las escenas en las que está preocupado por si no es capaz de encontrar el aula en el que debe entrar a dar clase en la próxima hora. Nos sitúa ahí Cartarescu ante una paradoja. Parecería que debe ser más difícil ser un escritor de primera, reconocido, que un maestro (dicho sea simplemente porque los escritores de primera ampliamente reconocidos son muy pocos y cada país tiene millones de maestros) pero Cartarescu nos descoloca mostrándonos la absoluta incapacidad del protagonista para mejorar lo más mínimo como docente a lo largo del tiempo.

Como yo soy profesor de secundaria, he disfrutado mucho con las subtramas que se van dibujando en la novela relacionadas con la enseñanza, aunque más que con ella, con sus pequeñas miserias. El dibujo de los profesores es un bestiario de personajes extraños, en algunos casos vecinos de la sociopatía (y muchos profesores son personajes extraños, y no pocos son en el fondo sociópatas que mal disimulan). Las charlas y los silencios en la sala de profesores, el modo en que los alumnos miran a unos y a otros, la manera en que el propio profesor ve a sus alumnos dentro y fuera del colegio, las relaciones de poder y las guerras intestinas entre colegas y con y contra la dirección del centro. Creo que mi vida profesional afecta a mi percepción de estas partes de la novela, quizá no tan jugosas para otros lectores. Pero no son lo principal.

Lo principal es el peso del mundo y el lugar y la labor del creador. Cómo tratar de hacer algo creativo con ese mundo esencialmente hostil, gris, feo en contra. Desde la relativamente segura perdurabilidad (con todo lo relativa y segura que esta pueda ser) de la obra escrita de Mircea Cartarescu, este transmite al lector un mensaje esencial: el creador lo es si está suficientemente convencido de lo necesario (y esto puede ser algo únicamente personal) de su obra. Quedan fuera por lo tanto las novelas asépticas escritas con el único fin de entretener. Cartarescu aquí juega a suplantar su posibilidad y escribir desde el negativo de lo que realmente ha sido su única novela. Es por lo tanto una novela que debería valer para juzgar la valía (o no valía) de Mircea Cartarescu, escritor. Se habla de Borges y de Kafka y otro autor que sobrevuela la obra de Cartarescu, especialmente aquí, es Ernesto Sabato, un tanto olvidado pero un escritor al que el rumano ha leído mucho y con cuya obra Abbadón el exterminador me ha parecido que hay aquí conexiones claras (aunque Solenoide es una novela más luminosa y blanca).

Solenoide es a la vez una repetición de temas clásicos en la prosa de Cartarescu y las variaciones sobre los mismos. Eso lo convierte en un libro doblemente disfrutable por quienes ya lo han leído (se citan rutinas y cuestiones presentes en sus dietarios, por darle un nombre a Por qué nos gustan las mujeres, Las bellas extranjeras y El ojo castaño de nuestro amor, y vemos técnicas de escritura tomadas de sus relatos de Nostalgia, y la intensidad adolescente e irrealista de Lulú) y quizá en una buena primera lectura para quienes aún no lo conocen. Aunque quizá, y perdón por la contradicción, sea justo lo contrario y se trate más bien de un libro en el que desembocar más que desde el que partir.

La prosa es poética y envolvente, es un placer leer cada una de sus páginas y dejarse mecer por ella. Y lo hace sin resultar alambicado (y Cartarescu a veces lo es, y quienes hayan leído el relato REM me darán la razón en que es un reto además de un placer, aquí el goce es mucho más accesible). En ese sentido, el de la accesibilidad de la escritura, tal vez Solenoide sí sea un mejor acceso a Cartarescu que Nostalgia, Lulú o El levante, y muestre mejor sus cualidades que los libros más realistas y de textos encargados. Los lectores de REM especialmente sabemos que Cartarescu vive una gran parte de su vida a través de sus sueños, y aquí no pierde oportunidad de entrar en ese mundo. Ha dicho (y por lo tanto puede ser verdad, o no) que aproximadamente un tercio de las páginas de Solenoide vienen directamente de sus diarios de sueños, cuadernos en los que escribe y trabaja sobre lo que ha soñado cada noche. Se enfrenta, y esto lo ha contado muchas veces, al sueño como a una oportunidad para escribir, y lleva años haciéndolo (hay al respecto un texto muy bonito incluido en Por qué nos gustan las mujeres, Para D. vingt ans après, en el que habla de la mujer, D., que le enseñó a soñar y a disfrutar de los sueños como relatos).

Tenemos, en resumen, una prosa potente y que trata de meter el mundo entero entre sus líneas, toda ella de primera división. Tenemos insectos, colegialas, profesores arrepentidos, frustraciones, luchas de poder, el cambio político en Rumanía al fondo, el absurdo de la creación artística, sueños, más insectos, alucinaciones, una casa en forma de barco y un misterioso inventor, la noche, los madrugones, el cielo sucio de Bucarest, el paso del tiempo y el peso de la muerte amenazando. Tenemos una historia de amor que se va afianzando. Tenemos muchas preguntas que empiezan con Por qué y muy pocas respuestas. Tenemos el enfrentamiento de alguien ante el espejo de lo que podía haber pasado. Todo eso encontraremos en este libro. Tenemos un capítulo, el 20, que me atrevería a decir que vale para explicar a cualquier escritor contemporáneo, de Kafka al último de los monos de la famosa paradoja. Mi recomendación está clara, hay que leer Solenoide. Pero cada lector es soberano, por supuesto.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E

domingo, 3 de diciembre de 2017

Cómo Obélix se cayó en la marmita del druida cuando era pequeño, de Goscinny y Uderzo

Cómo Obélix se cayó en la marmita del druida cuando era pequeño, de René Goscinny y Albert Uderzo (Salvat)

Mi hijo mayor, de 4 años, entró el verano pasado en el mundo de las aventuras de Astérix y Obélix. Ya habíamos visto en un cine de verano la (excelente) película La residencia de los dioses, y habíamos construido alguna vez a los galos y a los romanos con las piezas de construcción para simular sus batallas. Pero fue al abrir mi viejo ejemplar de Astérix el galo cuando cayó de verdad atrapado en ese mundo. Lo leímos unas mil veces y casi cada semana estamos yendo a la biblioteca a renovar un ejemplar de la colección.

Para mí ha sido una vuelta a la infancia también, en la que los cómics de Astérix y de Tintín fueron una presencia y una compañía bastante continua. He tratado de releer a Tintín en los últimos años y las historias han pasado por mí dejando poco poso, pero debo reconocer que en mis relectura adulta de Astérix estoy encontrando cantidad de matices en los guiones de Goscinny, tanto en los referentes culturales de distintos niveles, a la historia, literatura, cultura y tópicos de cada lugar, como en la construcción narrativa de las aventuras. Goscinny falleció en 1977, y la serie se inició el 1959, y siguen siendo frescos y atractivos.

Se ha señalado ya muchas veces que el fallecimiento de René Goscinny cierra la etapa canónica (con 24 álbumes) de las aventuras de Astérix. Albert Uderzo, el dibujante original, guionizó unos cuantos más que no alcanzaban esa magia, y otros autores están intentando mantenerlo con vida hoy en día. No los he leído así que no sé con qué éxito (he leído por ejemplo los últimos Corto Maltés, tras Hugo Pratt, y son muy buenos).

Me he mantenido bastante al margen del boom de la novela gráfica, como ahora se suele llamar a los cómics en las páginas de cultura, entrando y reconociendo grandes muestras de talento, pero me parece que hay una cierta inflación de las llamadas a admirar obras maestras y una cierta necesidad de los lectores de cómic de elevar sus gustos a la categoría de alta cultura, como ha pasado en gran medida con las series de TV. Ningún medio produce 10 o 12 o 15 obras maestras al año, tampoco el cine lo ha hecho nunca, ni la literatura.

Sin desviarme más, compré el mes pasado este cuento (porque es más un cuento ilustrado que un cómic), que nos lleva a conocer uno de los mitos fundacionales del universo Astérix, cómo Obélix llegó a ser superfuerte y ya no pudo volver a consumir poción mágica, uno de los leitmotivs de sus intervenciones en las historias (junto con: ¿quién es el gordo? O ¡Están locos estos romanos!). Todos sabemos que Obélix se cayó de pequeño a la marmita de poción mágica (y supongo que se habrá señalado muchas veces la similitud con el baño de inmortalidad que su madre dio a Aquiles, haciéndolo invulnerable, salvo en el talón por el que lo agarraba).

Cómo Obélix se cayó en la marmita del druida cuando era pequeño es un relato corto de tono infantil que Goscinny escribió en 1966, siete años después del inicio de la saga, y que Uderzo ilustró a finales de los años 80 (siendo la primera edición del libro de 1989). Es una bonita historia que nos muestra a Astérix y Obélix de niños, compañeros de colegio, con un Obélix bonachón, sensible, soñador y muy alejado de su imagen de amante de las peleas, un miedoso con el que todos se metían y al que solo defendía Astérix.

Ese pequeño Astérix piensa en darle poción a Obélix para que pueda defenderse, y mientras se cuelan en la cabaña del druida Panorámix hay un pequeño accidente que hace que Obélix acabe dentro de la marmita de poción y se la beba entera. Y ya todos conocemos lo que vino después. Es una historia muy tierna y debo reconocer que también me ha hecho valorar en su justa medida a Albert Uderzo, que se recrea en ilustraciones mucho más amplias que las que una viñeta permite (aquí cada dibujo ocupa una página) y consigue un acabado muy detallista y lleno de calidez, como por ejemplo aquí.


Es un libro perfecto para redescubrir a Astérix, y quizá un regalo estupendo para los niños en futuras fechas.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E