miércoles, 27 de septiembre de 2017

Memorias musicales de Glenn Gould y Frank Zappa

Memorias musicales: No, no soy en absoluto un excéntrico, montaje de Bruno Monsaingeon sobre entrevistas de Glenn Gould (Ed. Acantilado) y La verdadera historia de Frank Zappa, de Frank Zappa (Malpaso Ed.)

He leído casi seguidos dos libros de memorias (en un sentido bastante amplio del término) de dos músicos muy influyentes a lo largo del siglo XX: Glenn Gould, quizá el concertista clásico más conocido de su época, y Frank Zappa, figura central de la contracultura americana, uno de los principales referentes del rock progresivo y sinfónico, y en general de los caminos que cruzaron la música clásica con la culta y el humor político (llamando humor político al que incomoda al poder, cualquier poder) en los sesenta y setenta. Uno es un músico al que escucho muy frecuentemente (Gould) y otro es un autor cuya importancia comprendo pero cuya obra no me dice demasiado (Zappa). Pero una de las cosas más interesantes de las memorias es que muchas veces no nos interesan más o menos por lo interesante que nos resulte el personaje en sí como por lo interesante de lo que cuente y cómo.

Leí también por las mismas semanas la entrevista que le hicieron en Jot Down al cantante Miguel Ángel Hernando, alias Lichis, que vale como interesante estudio sobre la fama de los músicos. 

Lichis parece obsesionado con la imagen que como músico ha transmitido a lo largo de su carrera, una imagen que juzga distorsionada y profundamente equivocada. Modestamente, yo también pienso que sus oyentes ocasionales nunca llegaron tampoco a tener una imagen completa de su labor musical. Pero, ¿justificaba eso que redirigiera su carrera para huir de la falsa imagen que otros se habían creado de él? ¿Tan importante es lo que los demás piensen? 

¿Es inevitable que todo el mundo opine sobre la realidad de los músicos y que los entienda mal? Leyendo los libros de Frank Zappa y Glenn Gould parece que sí. Aunque ellos se hicieron fuertes en su propia percepción de sí mismo y quizá se hartaron de desmentir falsas ideas y leyendas, pero no modificaron ni un poco su modo de actuar y estar.

Son dos personajes de los que se podría decir perfectamente aquello tan tópico de que son caleidoscópicos. Gould es el intérprete clásico excéntrico por excelencia, con caprichos y manías de diva del pop, y Zappa era un hombre encerrado en un personaje (que se encarga de desmentir repetidas veces en sus memorias) que aspiraba, probablemente, a ser reconocido como compositor de música culta para orquestas.

Se trata de dos libros de memorias con bastante comillas porque el libro de Gould está construido como un recorte y montaje de sus declaraciones en entrevistas por Bruno Monsaingeon, uno de sus principales estudiosos y cabría decir casi que evangelistas. Es curioso que se utilice una cierta técnica de collage para construir el libro, en perfecta sintonía con el modo de entender la música de Gould, quien siempre defendió que su labor como intérprete era darle la mejor obra posible al oyente, y si para ello tenía que repetir tomas, cortar y pegar trozos, era lo que debía hacer en el estudio, y nunca entendió la pureza que algunos pretenden que se alcance en los conciertos, donde pensaba que el único aliciente era muchas veces cazar al concertista en un error. El libro de Zappa no es un libro de memorias en tanto en cuanto no se trata de Zappa recordando su vida, rememorando hechos con el objetivo de ordenarlos. Más bien es un libro en el que Frank Zappa expone sus ideas sobre ciertos aspectos de la sociedad, la vida, el arte y la convivencia, y para ilustrar sus ideas se apoya muchas veces en sus recuerdos.

Para quienes no lo conozcan, Glenn Gould, intérprete canadiense, es considerado uno de los mejores pianistas del siglo XX, especializado en la interpretación de Beethoven, la música dodecafónica de Schönberg y sobre todo en Bach (sus grabaciones de Las Variaciones de Goldberg de este último se han convertido en canónicas, y casi cualquier aficionado habla de Las Variaciones de Goldberg de Glenn Gould como una obra diferente a cualquier otra grabación de las mismas, incluso distinguiendo las distintas grabaciones que hizo de la misma obra).

Su mejor época de concertista estuvo determinada por la escasez de su trabajo en público, siempre huyendo de la sobre – exposición, y se retiró prácticamente años antes de su muerte, a una edad en la que estaba en condiciones de dar sus mejores interpretaciones. Acabó falleciendo a los cincuenta años. La palabra excéntrico acompaña a Glenn Gould desde que comenzó su carrera como pianista. Basta hacer en Google la búsqueda de su nombre acompañado de este adjetivo. Gould, sin embargo, nunca se reconoció (especialmente por lo que la excentricidad tiene muchas veces de pose, algo que él negaba, estar de postureo, como ahora se diría) como un excéntrico, de ahí el acertado título de sus memorias. Desde que era un músico de veintipocos años y sorprendió a la crítica y al público clásicos, tuvo que estar contestando a preguntas sobre sus manías y rarezas. Para él, según se ve en este libro, todo era perfectamente lógico y racional. Sus cuidados extremos con las manos eran necesarios pues tenía mala circulación y al fin y al cabo su trabajo lo hacía con las manos. ¿Su sillita desvencijada y enana para tocar en los conciertos, con la que iba a todas partes? Él lo explicaba diciendo que su modo de tocar necesitaba que él se apoyara desde más abajo del piano, pues había aprendido tocando el órgano, y trataba de trasladar esa sonoridad majestuosa al piano. Y así tenía respuestas para casi todo. Gould sorprende por su defensa de las técnicas de estudio y por lo autoexigente que es consigo mismo. Esto último es común a cualquier perfeccionista, y Gould le suma una dureza extrema con los demás pianistas de su época, a los que acusa de ser excesivamente románticos. 

Glenn Gould no compartía ese espíritu romántico (aunque según él ahí también había exageraciones) y sus intérpretes de cabecera eran pocos y siempre con Bach a la cabeza. La imagen de Glenn Gould que estas curiosas memorias transmiten, incluso tomando por lógicas y racionales todas sus explicaciones, son las del típico y tópico genio ensimismado. Para Gould era un desastre tener que salir de gira. Le perturbaba profundamente ir a Europa y a otras ciudades de Estados Unidos. Son muy curiosas sus reflexiones sobre el público con el que se encontró en la Unión Soviética cuando fue invitado a ir allí. Tardaba meses en volver a recuperar la calma en su casa, apartado de las molestias. No le gustaba especialmente tocar ante el público, y se resistía a hacerlo todo lo que podía. No parecía preocupado por la imagen que el mundo tenía de él y la posteridad guardara de él. Una de las cosas más bonitas del libro es que por poca música que uno sepa, llega a entender cuáles son sus ideas sobre armonía, interpretación, composición, y son ideas trasladables a campos como la pintura, la escritura, el cine. Hace 35 años de la muerte de Glenn Gould y cuesta imaginar ciertas obras interpretadas por otras manos. La fascinación por su figura continua, y basta ver el homenaje que Acantilado ha organizado estos próximos días en Barcelona y Madrid.

Frank Zappa era un personaje peculiar, ácrata, incómodo, convencido de que la libertad (creativa, personal, política) era el valor supremo, algo muy americano y algo por lo que como americano precisamente tuvo que luchar mucho. Las memorias de Frank Zappa están escritas en la segunda mitad de los años ochenta y se publicaron originalmente en 1989. Zappa ya tenía entonces, por lo que luego se vio, el cáncer que le costó la vida, pero no se le había detectado. Falleció en 1993, a los 53 años. Las memorias de Frank Zappa tocan temas como la familia, la política, la música, la vida del música en gira, el matrimonio, la educación, la censura, la tecnología, y las distintas relaciones entre unos y otros. Es un hombre lúcido, y también un hábil vendedor de sí mismo y de sus ideas. Se expresa con claridad y con brillantez, no tiene miedo a reírse de sí mismo. Se nota que se divirtió escribiendo partes del libro en las que se desmitifica. Le extraña cómo su música, que nunca pasó de minoritaria en el mejor de los casos (y si uno busca información en internet se vuelve a incurrir en ese exceso que es decir algo así como: fue ignorado en los Estados Unidos, su música fue mejor comprendida en Europa, algo parecido a lo que se suele decir de Woody Allen o de Leonard Cohen, como si en España en cualquier barra de bar se estuviera comentando a cualquier hora la última película de Woody Allen o se buscaran nuevos matices en viejas grabaciones de Frank Zappa), generó tantas polémicas a lo largo de sus tres décadas de carrera. Es un personaje que no se muerde la lengua y que dispara con bala contra colectivos contra los que sería impensable que un músico de su reputación lo hiciera hoy en día, como son otros músicos, tanto músicos que han trabajado con él, en su banda, como por así llamarlos competencia. También tiene una fijación con los sindicatos y su control de ciertos conciertos, acontecimientos públicos y los problemas que le dieron en su aventura como compositor para orquestas y director de las mismas, en Europa y en los Estados Unidos.

Son antológicos los capítulos sobre las relaciones con los padres, cómo la religión, la familia y las tendencias de consumo pueden ser más destructivas para las mentes juveniles que las drogas, y sus diatribas contra la educación normalizada. Zappa daba puntualmente clases en escuelas de música, pero se refiere a los institutos y universidades. Cuenta cómo huyó de la educación en cuanto pudo y cómo sacó a sus hijos del sistema educativo en cuanto aprobaron por libre el equivalente a la ESO en España, y les dio libros y películas y fomentó en ellos el interés por la cultura y ser críticos y esperaba que no les diera nunca por estudiar en la universidad, ya que desde luego él no iba a pagársela para que los convirtiera en individuos adocenados. Sus ideas sobre educación de los hijos (dejando libertad, estableciendo pactos con ellos en los que podían hacer o no hacer algo en función de que sus razones lógicas fueran mejores que las suyas) son muy jugosas, y a mediados de los 80 denuncia algo que ha ido a peor, la conversión del hijo en el tesoro de la familia, a través del que pretenden realizarse muchos padres, pero sin complicarse. La tendencia a pedir que se prohiba todo aquello que a uno le molesta, bajo la excusa de que puede ser nocivo para los niños.

Zappa llegó a estar en la comisión del Senado americano sobre las llamadas Guerras del Porno. El episodio se merece un pequeño ensayo sobre la imbecilidad y la mezquindad él mismo, y quizá lo tenga. La mujer de Al Gore (ese Al Gore) le compró a su hija Purple Rain, de Prince, y descubrió, escuchándolo con ella, referencias a la masturbación. Aquello la escandalizó, y escandalizó a algunas otras mujeres de senadores y gobernadores americanos,que empezaron a pedir que alguien protegiera a los niños de esas letras obscenas. Todo fue objeto de una comisión que ya tenía las conclusiones decididas de antemano y en la que Zappa apareció como invitado (incluye en el libro su declaración completa, que no le dejaron leer entera). De aquella comisión acabaron quedando las famosas pegatinas de Parental advisory en los discos que incluían letras con contenidos explícitos, que como bien dice Zappa, sirvieron esencialmente para darle publicidad a ciertos grupos y discos. Uno de los momentos culminantes del libro es en el que se dirige a Tipper Gore diciéndole que si le preocupa que su hija pueda escuchar discos con letras explícitas, que no se los compre, pues tiene 9 años, y para ello basta con que le compre mejor un libro, o un disco de música clásica o uno de jazz instrumental, o simplemente escuche las letras antes de dárselas a la niña, pero que no pretenda censurar todo el sistema musical para ahorrarse su labor como madre. Creo que sobra decir que Zappa perdió aquella batalla. Y curiosamente ninguno de sus discos tuvo nunca que salir a la venta con una de aquellas advertencias para padres.

Seguiremos leyendo y escuchando música

Felices lecturas


Sr. E

lunes, 18 de septiembre de 2017

Para Gloria y Los pobres, de William T. Vollmann

Mi verano con William T. Vollmann: Los pobres (Debate) y Para Gloria (Muchnik Editores)

Este verano conseguí a través de librerías de internet tres títulos de William T. Vollmann. Leí su novelón Europa Central en primavera y quería seguir avanzando con él. Lo primero que hay que decir es que es difícil conseguir libros de Vollmann traducidos, solo son accesibles los libros que ha editado últimamente Pálido fuego. Uno de los libros que compré fue precisamente de estos, Historias del arcoiris, una colección de relatos que aún estoy leyendo y a la que dedicaré una entrada específica.

Los otros dos libros son textos de 1991, en el caso de Para Gloria (una traducción bastante mojigata del título original y mucho más adecuado, y aunque no lo fuera, es el que eligió el autor: Putas para Gloria) y de 2007, Los pobres. Otra dificultad es poder seguir una lectura coherente de su obra, pues su última novela traducida, La familia real, es de 2.000, la colección de relatos Historias del arcoiris, el anterior libro en llegar, es de 1989, y así. También ese cierto alejamiento de su figura nos permite leerlo sin tener muy claro cuáles son sus libros canónicos, y eso tiene su encanto, frente a tantas lecturas que comenzamos condicionados por gigas de información sobre el autor y sus libros.

Los pobres se anuncia como un libro de No – Ficción en una colección de la editorial Debate que parece que no tuvo un gran éxito (el gran momento de la No – Ficción ha llegado algunos años después) y Para Gloria es un libro de ficción que comienza, como los telefilms, que salvo los nombres, está basado en historias reales.

Vollmann, en Europa Central, convertía en personajes literarios a los jerarcas y propagandistas nazis y soviéticos. Como afirma James Ellroy para justificar sus incursiones en la historia reciente americana desde la forma de la novela, si un personaje público está muerto, él tiene derecho a convertirlo en personaje literario. Aquí convierte en personajes literarios a personas anónimas de los barrios bajos de San Francisco (Para Gloria) y a pobres de todo el mundo (Los pobres). La mirada de Vollmann dota de una poesía realista y sucia (con permiso de Bukowski), aquellas realidades sobre las que posa su atención. Es un prosista que en cada uno de los libros que he leído (que son tres y medio, pues aún sigo con sus relatos) adopta el estilo justo para lo que quiere contar en cada momento, con la estructura y el toque de prosa preciso en cada realidad. Una gran orquesta sinfónica toca con perfecta sincronía en Europa Central. Una mirada que se vuelve neutra en ocasiones, aunque se implica personalmente en otros, trata de mostrarnos la realidad de todos los pobres del mundo en Los pobres. Un pobre desgraciado, Jimmy, romántico y fatal, busca el amor de su vida por el Tenderloin, el barrio de las prostitutas de San Francisco, y su voz es febril y poética, en Para Gloria.

Centrándome un poco en los libros, Para Gloria es una novela de menos de 200 páginas que no da tregua. Cada línea y cada párrafo sangran, y ya lo avisa desde el principio el autor, antes de empezar a seguir la aventura sin sentido de Jimmy.







Todos sabemos la historia de la puta que, al encontrar en el caballo un amigo cada vez menos de fiar, fuera mucho o poco lo que se inyectara en el brazo, se acordó desesperada del dicho “meterse mierda”, así que llenó la aguja con su propio excremento líquido y se lo inyectó, lo que le produjo magníficos abscesos. Menos conocido es el cuento del hombre que decidió suicidarse tragándose el medicamento para el pie de atleta. Amante de Gloria, murió tras una increíble agonía. Cuando recogieron una muestra de su orina, ésta derritió el recipiente de plástico. Eso, puede decirse sin temor a equivocarse, es desesperación. Más oscuro todavía, por ser ficticio, es lo que viene a continuación. Sin embargo, todas las historias de putas aquí contadas son reales.

No es para cualquier paladar lector, claro. Jimmy conoció a la tal Gloria en aquellos antros y debió marcarle, porque trata de reconstruirla en la memoria de las demás putas. Va buscando rastros de su piel en las heridas de los seres con los que se cruza. El libro, a modo de oración para Gloria, acaba dibujando su perfil por los descartes que de su figura hacen todas las demás, las que no son Gloria. Esas putas del título que el editor en español decidió eliminar. Los capítulos son cortos, poéticos, duros, descomunales, y van desde la reflexión sobre Jimmy y sus traumas y secuelas, hasta cierta mirada sociológica sobre el mundo de la prostitución, la droga, la violencia inmanente a las relaciones humanas, pagadas o no, la pobreza como causa y consecuencia en muchos casos.

La pobreza como material común y como origen de los males es el leit motiv de Los pobres, que se conecta en algunas de sus ideas con Para Gloria. Vollmann no es, y por eso estos libros se leen tan bien, un moralista. No juzga a las prostitutas como narrador ficcional en Para Gloria, y en su amplio trabajo de campo periodístico para Los pobres nunca juzga a un pobre, ni casi a la sociedad. Solo señala cuestiones y duda, incluso y principalmente de sí mismo. Una idea recurrente en Los pobres es esa en la que mira hacia dentro y dice que al lado de todos esos pobres a los que está conociendo él es, qué duda cabe, un rico. Y el lector, casi seguro, también. Hay otros mucho más ricos, claro, y ni los muy ricos ni los simplemente más ricos que los pobres hacen demasiado. Cada vez que Vollmann ayuda a uno de esos pobres, se fustiga diciendo que lo hizo, sobre todas las cosas, porque no le costaba demasiado hacerlo. Y es incómodamente cierto que es la actitud general de quienes ayudan, pero no es menos cierto que hay otros muchos que sencillamente no ayudan.

Vollmann, por lo que se lee en su biografía, es aficionado a viajar y escribir sobre el terreno. Se habla de cómo acompañó a los muyahidines a principios de los ochenta (en la campaña en la que Bin Laden empezó a tener poder e influencia en la zona). Los pobres es un libro viajado, en el que Vollmann viaja por distintos países del mundo (sureste asiático, Rusia y otras repúblicas ex – soviéticas, México, …) y describe algunas realidades. No lo hace nunca pensando que está contando la realidad completa, compleja e inabarcable. Lo hace reduciendo su mirada a casos concretos. Les pregunta a los pobres por qué creen que son pobres, qué les hizo ser pobres, qué diferencia a los pobres de los ricos y qué solución hay al tema de la pobreza. Se detiene mucho en la autopercepción que tienen de su pobreza o no, que es un asunto fundamental. Los pobres con los que habla son en muchos casos fatalistas. Las cosas, para ellos, son así, y no tienen perspectivas de cambiar.

En ese caso, las personas con casi nada y las personas con casi todo quizá vivan mejor que quienes padecen pobreza relativa: quienes tienen suficiente para perder pero no bastante para ser felices.

Hay, por ponernos teóricos, un pensamiento marxista subyacente en la idea de este libro. Vollmann busca pobres de todo el mundo y muestra que la realidad de esos pobres es muchas veces más cercana entre sí que la de esos pobres con quienes no lo son en su mismo territorio (un tema muy de actualidad con las contradicciones de la izquierda en las últimas décadas en sus relaciones con el nacionalismo). Los pobres, como en el siglo XIX, parecen alienados y ajenos a su realidad. Vollmann nos evita el papelón de ver a alguien del primer mundo explicándoles cuál es esa realidad y qué deberían hacer para modificarla. Por distintas cuestiones religiosas, sociales, y propias de la cultura de cada zona del mundo, algunos han decidido aceptar que no van a cambiar.

Dado que la esperanza es lo último que se pierde, ¿por qué no situarla en primer lugar?
El paciente de cáncer terminal que cree en las curas, ¿no está mejor? El alma “sana” que mira adelante, al día de mañana, que es un día más cerca de la tumba, el hombre que sabe que los americanos harán algo, el indigente que se casa con prostitutas por dinero, los esforzados y los adictos al opio por igual, los devotos de los placebos y los estrategas capaces de resolver todas las dificultades siempre que les sea dado dispensar más ayuda, mejor dirigida, ¿por qué no aplaudirlos en vez de compadecerlos?
Yo propongo que las falsas esperanzas son tan buenas como las verdaderas, siempre que no causen daño, y que, de todas formas, entre verdadero y falso muy rara vez podemos apreciar la diferencia.

El libro es honesto y perturbador. Uno de los que más me han tocado en lo que llevamos de 2017, y ya estamos en septiembre. Se acerca en su tono y tratamiento al reportaje, pero la persona de Vollmann y su personalidad están demasiado presentes como para confundirlo con un ensayo sin más. Vollmann es un autor de recorrido, que nos brinda una lectura (por lo que llevo comprobado) siempre potente, que nos deja pensando. Los pobres, no lo he comentado, es un texto de unas 300 páginas acompañado de otras 200 de fotografías y notas.

Cuando acabe con sus cuentos y los digiera (porque vuelve a terrenos duros), volveré a hablar de su obra. Mientras tanto, os recomiendo acercaros a alguno de sus libros (mirad en las bibliotecas, a veces hay sorpresas, en una de las que suelo visitar tienen La familia real, espero que también caiga pronto).

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E

jueves, 7 de septiembre de 2017

El boxeador polaco y Clases de chapin, de Eduardo Halfon

Mi verano con Eduardo Halfon: El boxeador polaco (Pre – Textos) y Clases de chapin (Fulgencio Pimentel)

Hace un par de años me encontré con Eduardo Halfon, fue con el libro Signor Hoffmann (Libros del Asteroide), una colección de relatos (por ponerle un nombre convencional) de la que hablé en el blog.
Algunos meses después leí Monasterio (Libros del Asteroide), un libro en el que el autor hacía un ejercicio de memoria literaria, entre la familia y el mundo. Fueron dos libros que me resultaron muy sugerentes.

A la espera de leer la nueva obra de Halfon en Libros del Asteroide (Duelo, que acaba de salir o estará a punto de hacerlo), este verano he aprovechado para leer antiguas publicaciones suyas. Se ha tratado, concretamente, de El boxeador polaco, editado en 2008 en Pre – Textos, y Clases de chapin, un libro editado este 2017 en Fulgencio Pimentel pero que recoge viejos libros a los que se han añadido otros textos.

Consultando la información que sobre Halfon está en Wikipedia vemos que ha ido saltando de editoriales a lo largo de su trayectoria. Casi al principio de la misma tuvo un libro en Anagrama (fue uno de los finalistas del Premio Herralde de aquel año), lo que debería ser un buen trampolín. Sus siguientes obras fueron sin embargo apareciendo en sellos casi mínimos, y me imagino que es uno de los motivos por los que ha querido reeditar algunos de ellos en Clases de chapin. Luego saltó a Pre – Textos, y ha acabado, de momento, en Libros del Asteroide. Estos dos últimos sellos me hablan, como lector conocedor (más o menos, claro) de sus catálogos, de un autor literario, minoritario pero con algo importante que decir. Y Eduardo Halfon es un escritor quizá para minorías pero para minorías que lo disfrutarán mucho. El ejército de los Halfonianos, al que me sumo, quizá no sea numeroso, pero sin duda será de fieles. Benditas minorías gozosas.

Eduardo Halfon es guatemalteco y estudió y vivió durante años en Estados Unidos. Su formación universitaria fue en ingeniería. Es descendiente de árabes y de judíos y ahí juega gran parte de su territorio literario, entre la memoria y la identidad. ¿Quién soy?, ¿quiénes son todos ellos?, como preguntas desde las que ir repartiendo las ideas y las páginas a su alrededor.

Signor Hoffman era un libro con cinco relatos sobre alguien tan parecido a Eduardo Halfon que perfectamente podría ser él y que en cierto modo se iba desdibujando ante la vida y viajaba para reordenarse. Monasterio (que es un libro previo) era aún más esencial. El viaje era aquí el motivo principal de la trama. Su hermana se casa en Israel y él asiste a esa boda. Pero no hablamos de esos libros, sino de El boxeador polaco y Clases de chapin.

Halfon explica al principio de El boxeador polaco (o quizá es en la contraportada), que Andrés Trapiello, oída la historia que da título al libro, le dijo que si no la escribía el propio Halfon, la escribiría él, pero que esa historia había que contarla. Dice Halfon, que leído siempre resulta inteligente y un tanto distante, bordeando la ironía, que ojalá la hubiera escrito Trapiello. ¿Por qué dice eso? ¿Le duelen a Eduardo Halfon los textos que escribe? Es posible que en gran medida. Los escritores escriben sobre lo que les duele con mucha frecuencia, y casi nunca con afán curativo, sino más bien con el ansia de quien escarba en una herida y no suele encontrar más que nuevo dolor.

La historia de El boxeador polaco, ese relato concreto, es de esas que se deberían leer en cualquier clase de Literatura de instituto y en cualquier clase de Ética, si la asignatura sigue existiendo después de la Lomce. El abuelo de Halfon (y eso es historia), estuvo preso en el campo de concentración de Auschwitz. Y fue uno de aquellos que milagrosamente salió vivo para contarlo. Y lo hizo, entre otras cosas, gracias a la ayuda de otro preso, este boxeador polaco, que desde su experiencia de preso más antiguo, lo preparó para conseguir que los nazis le perdonaran la vida un día más. El relato, sobra decirlo, estremece. Y no es solo por lo tremendo del tema, que lógicamente pesa, sino por la escritura de Halfon, que siempre toca algo. Se trata de un autor que siempre consigue conectar con las emociones del lector y lo logra sin recurrir a los sentimentalismos, sin cargar la prosa con excesos que nos obliguen a sentir lástima.

Los relatos incluidos en El boxeador polaco me han llevado a pensar casi siempre en los de Signor Hoffman. No hay una evolución aparente en la escritura de Eduardo Halfon, sus relatos son igual de sólidos y navegables en un libro de 2008 que en uno de 2015. Si algo transmite Halfon es la sensación de haber tenido siempre muy claro, como autor, qué quería ser y qué era. Y se ha agarrado a ello. Hay mucha extrañeza. Es extraño estar vivos, para empezar, y son extrañas las circunstancias vitales de cada uno de nosotros, siempre. Pero por mucho que digamos que siempre son extrañas, las hay más extrañas de vivir. No sabía que había judíos en Guatemala, le dice una israelí embarcada en una vuelta al mundo con la que se encuentra en un bar. No era la única que no lo sabía. La trayectoria vital de Eduardo Halfon está rodeada por la desubicación: judío en Guatemala, centroamericano en Estados Unidos, luego estadounidense en España, un autor que dice sentir como lengua más propia el inglés que el español pero que escribe en castellano, probablemente buscando sus propios límites, algo que hicieron como elección muchos autores antes (Beckett, por ejemplo, que se forzaba a escribir en francés). Eso son sus relatos, retratos desubicados.

No tiene demasiado sentido, por su naturaleza, dar demasiados detalles sobre las tramas concretas de los relatos de Eduardo Halfon. O tiene, por decirlo de otra manera, tanto sentido como desentrañar la trama de un documental de animales marinos. ¿De qué tratan esos documentales? De la vida de los peces. Hay equipos de vídeo y sonido localizándolos y grabándolos, y una voz en off monótona y que nunca parece encontrar nada de encanto en los animales marinos a los que describe que relata la escena. Eduardo Halfon retrata la vida de los seres humanos con los que se cruza con una mezcla de ironía, compasión y desapego de la que muchas veces se hace la mejor literatura. Uno se imagina a Halfon con los ojos muy abiertos en cualquier rincón del mundo por el que esté en este instante. Esa es su cámara. Y su mirada inquieta irá convirtiéndose en su escritura aplicada y afilada a modo de voz en off que narra con cierto hastío las mediocres aventuras vitales de la mayoría.

Clases de chapin recoge dos libritos editados en 2007 y 2009 con escasa distribución: Clases de hebreo y Clases de dibujo, aquí completados a modo de trilogía con Clases de machete, hasta ahora inédito. Chapin es como se llama a los guatemaltecos en muchos lugares de Hispanoamérica, un nombre empleado a veces como meramente descriptivo, otras casi como un insulto. Y desde esa doble vertiente entiendo que lo recoge el libro, que se complace otra vez más en viajar de la infancia al futuro, retratando lo íntimo de un modo modesto y fragmentario, sin darse aires de verdad y solemnidad, que son dos tentaciones del relato autobiográfico. La memoria, la identidad, el yo y el otro y los inevitables conflictos. La editorial (Fulgencio Pimentel) habla de Eduardo Halfon, al respecto de este libro, como de un maestro de la omisión. No debería uno nunca fiarse de las editoriales y sus llamadas de atención sobre la maestría de sus autores, esos de los que esperan vender libros, pero en este caso compro totalmente la descripción y la hago mía. Eduardo Halfon es uno de esos que relata perfectamente en dos realidades complementarias, la de lo que está presente y la de lo que está ausente, que es algo muy diferente a lo no – presente, pues pesa en su ausencia.

Desde ese uso de la elipsis tan bien administrada Eduardo Halfon se acerca a los canones del cuento contemporáneo. Es un narrador realista con mirada obtusa, al modo de Kafka o el propio Beckett. He leído una referencia bastante continua a Bolaño entre los reseñistas de Halfon. Y bueno, hay Bolaño, como en mayor o menor medida lo hay en cualquier escritor en español menor de 50 años, pero más que en la escritura creo que hay Bolaño en el sentido de que Eduardo Halfon parece haber convertido su proyecto de escritura en un proyecto vital, y viceversa, y eso es algo que nos lleva a pensar en los relatos del chileno.

Hay autoficción en la literatura de Halfon, como creo que ha quedado claro en lo comentado hasta ahora, pues ni siquiera se esconde tras alter egos más o menos reconocibles. Es Eduardo Halfon quien viaja, narra y escribe y al final firma la obra. Quien muestra y juzga cuando considera que debe, aunque es poco. Si queremos entrar en el delicado y algo aburrido tema de las etiquetas, la de autoficción estará presente. Y la de relato habrá puristas que la discutan. Pero yo he leído estos dos libros como relatos, igual que hice con Signor Hoffman, y me alegro de que el cuento vaya ampliando sus fronteras y dé cabida a estos proyectos de biografía literaria que recoge fragmentos por todas partes, los procesa y los sirve en fragmentos que a veces tienen continuidad en otros y a veces no, a veces nos deja en suspenso a los lectores, quizá hasta otro libro. Me gusta ese relato que es mutante y se escapa de sus formas acartonadas. Me gusta en definitiva la escritura de Halfon: precisa, certera, sugerente (esto es mucho decir, pero creo que es verdad, en las 400 – 500 páginas que debo sumar leídas de Halfon en los 4 libros que hasta ahora llevo, no he encontrado una mala línea) y seguiré cayendo en sus redes siempre que un libro se me ponga a mano. Supongo que Duelo será el siguiente.

Seguiremos hablando de libros.

Felices lecturas


Sr. E