domingo, 28 de mayo de 2017

El jardín, de Ismael Grasa

El jardín, de Ismael Grasa (Ed. Xordica)

Uno de mis libros de relatos preferidos, una pequeña obra maestra de esas que sientes tuyas, es Trescientos días de sol, de Ismael Grasa (Xordica, 2007). Recuerdo que aquel libro sonó bastante (lo bastante que suena un libro de relatos en España, lo bastante como para ganar el Premio Ojo Crítico de Narrativa y como para que yo empezara a preguntar por él en librerías hasta que en la Feria del Libro de Madrid di con él).

Trescientos días de sol vive en mi estantería de los libros predilectos, y es uno de los libros de relatos con los que comparo las colecciones que escribo, y aunque sé que perderé en la comparación, lo que pretendo decir es que lo considero dentro del patrón oro de la narrativa breve española, junto a Gritar, de Ricardo Menéndez Salmón, Crímenes triviales, de Rafael Balanzá o Mala letra, de Sara Mesa. Entre otros.

Ismael Grasa fue finalista del Premio Herralde a los 26 años, en aquellos años 90 en los que los autores jóvenes copaban los premios literarios más importantes. No he leído aquellas novelas de Anagrama, solo lo conozco como cuentista. Puede parecer, que si uno empieza siendo finalista del Herralde y publicando en Anagrama, lo que venga después será una cierta caída. Menos distribución, menos medios. Pero quizá también más tranquilidad. Parece que Ismael Grasa escribe tranquilamente, a su ritmo (después del relativo éxito de Trescientos días de sol, pasaron 7 años hasta el siguiente libro de ficción, entre medias un ensayo sobre su experiencia dando clases, es profesor de instituto), sin presiones, lo que le va apeteciendo. Eso no tiene precio.

Lanzo una pregunta al aire. ¿Qué tiene Huesca para los cuentistas? Ismael Grasa, Carlos Castán, Cristina Grande, Óscar Sipán, todos nacieron en aquella provincia y forman, cada uno con su estilo y características, obras personales, apartadas de los carriles centrales de la literatura, en los márgenes en muchos sentidos.

Los relatos de Ismael Grasa son de estirpe inequívocamente realista. Uno coge un relato de Ismael Grasa y piensa en Cheever, en Carver, en Wolff. Los relatos son realistas pero no olvidan, en ningún momento, que la realidad está llena de dobleces y lugares oscuros. A veces el realismo peca de simplificador. No es el realismo de Ismael Grasa un realismo magro, lacónico, mínimo, que caiga en lugares comunes y frases que no arriesgan. Su estilo es lacónico, cierto, pero muy preciso y certero. El jardín, este libro, pasó desapercibido, o me pasó desapercibido. Es una pena que libros redondos se nos queden fuera del radar. Por suerte hay segundas oportunidades. No sabía de su existencia hasta que me lo tropecé en la biblioteca la semana pasada, y me dio una gran alegría. Me acompañó durante un viaje en tren y antes de llegar a mi destino ya estaba terminado. Luego repasé un par de cuentos durante el viaje de vuelta, y los he repensado. Es esa clase de libro.

El jardín es un libro que se sitúa en los márgenes. Desde un cierto distanciamiento, Ismael Grasa se torna en un observador agudo, y aunque no podemos decir que en sus relatos sucedan acontecimientos especialmente destacables, en el sentido narrativo sí están llenos de acción. La historia avanza constantemente, se desvía poco de su carril, no hay descripciones irrelevantes, no hay reflexiones gratuita. Son relatos magros, sin digresiones. Que conste que la digresión bien utilizada, bien engarzada, me parece un recurso muy bueno, y disfruto muchísimo con ellas. Soy un firme creyente en esa frase de Rodrigo Fresán que habla de ir de A a B, en lo narrativo, pasando por Z. Ismael Grasa no lo hace, utiliza un buen gps y llega de A a B. No resulta sin embargo previsible, no hay una receta que se adivine, es sencillo como lo es Chejov, no suena a solución fácil, a trillado.

De manera totalmente gratuita, y después de haber leído varias veces Trescientos días de sol, he establecido una especie de canon de Ismael Grasa. He decidido, arbitrariamente, que los relatos Mecedoras, Tablón de anuncios, Trescientos días de sol y No me gustan los psicólogos, incluidos entre los 12 de aquel libro, son la esencia, el destilado de la manera de escribir cuentos de Ismael Grasa. No sé ni explicar por qué, pero de alguna manera lo siento, como siento que si alguien me pidiera que le explicara qué es Cortázar con un relato, le diría: Los venenos, aunque estaría quizá apartando la mirada de otros muchos Cortázares posibles. Desde esa arbitrariedad, y sabiendo que me lo he inventado, he reconocido esas esencias de Grasa en El jardín.

El jardín está compuesto por cinco relatos que se van a las 25 – 30 páginas. Una característica de los relatos de Ismael Grasa que lo aleja, quizá, de sus compañeros de generación y camino, es que sus narradores no son escritores. Son seres más o menos anónimos, que miran, apuntan, observan, tienen miedo y se equivocan. Hay conserjes, jardineros, funcionarios aburridos, kioskeros, clase obrera ahora que está desaparecida. Hablan de ciudades medianas y de pueblos en la montaña. De hijos que no se comunican bien con sus padres, parejas que no funcionan, amigos que se odian, profesores que no se enteran de lo que va el juego. Sus personajes no paran de equivocarse, y la mirada del autor es siempre compasiva, o por lo menos comprensiva. ¿Quién no se equivoca 100 veces al día?, nos dice de alguna manera. Y como lectores, y como seres humanos equivocados, le damos la razón.

Los relatos de El Jardín se llaman Instrucciones de verano, El vigilante, Reflejo nocturno, Huellas de jabalí y El jardín. Los cinco merecen la pena, los cinco nos dejarán un rato pensando. Creo que es muy importante que las historias de un autor sean capaces de establecer un diálogo con nosotros. Y estas, y todas las que yo he leído de Ismael Grasa, nos hablan. Nos preguntan qué somos a base de mostrarnos qué son ellas. Totalmente recomendado.


Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


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