martes, 22 de noviembre de 2016

Escritores a los que no conoceremos en los suplementos literarios: Miguel Sánchez Robles

Escritores sobre los que no leeremos en los suplementos de libros: Miguel Sánchez Robles.
Donde empieza la nada (Ed. Algaida) y Tantos ángeles rotos (Ed. Gollarín)


 A los que nos movemos por el circuito de los premios literarios de ayuntamientos y provincias, subsuelo de la literatura, mundo sin memoria del que nunca sale la gloria pero en el que obtenemos golosinas para el ego y para el bolsillo y vemos impreso nuestros nombres de vez en cuando, a esos, decía, nos suenan nombres de escritores que se repiten de uno a otro y que a veces esconden a escritores de gran calidad que no llegan a un público amplio, por mala suerte o por el desinterés del sistema editorial, y en algunos casos también porque esos autores prefieren quedarse en los márgenes y sólo de vez en cuando pescar. Uno de esos nombres que más nos suenan, de los que faltan en el palmarés de muy pocos de los premios más importantes, es el de Miguel Sánchez Robles, a quien he oído o leído nombrar muchas veces por parte de esos escritores con sillón académico y editorial de peso detrás que pueblan algunos jurados como un autor al que no se sabe por qué no le ha llegado un reconocimiento mayor.

El principal problema de estos autores es que resulta difícil encontrar sus libros para leerlos, porque muchas de las publicaciones que conllevan los premios acaban perdidas o sólo son distribuidas en las zonas de influencia de la diputación o pequeña editorial correspondiente. A veces alguno de esos ejemplares acaba en una biblioteca, y de una biblioteca he sacado en la última semana dos libros de Miguel Sánchez Robles, Donde empieza la nada, una novela con la que ganó el Premio Diputación de Córdoba de Novela Corta en 2008, y Tantos ángeles rotos, una colección de relatos.


Todos los relatos de Tantos ángeles rotos han ganado algún premio importante. Lo cual apunto pero no creo que deba ser un factor a tener demasiado en cuenta a la hora de leerlos. Sí creo que dice algo que jurados por toda España elijan textos de un mismo autor para premiarlos. La colección de relatos es de 2006, y desde entonces Miguel Sánchez Robles ha ganado certámenes suficientes como para hacer otra colección con esos nuevos textos premiados. Que realmente no sé si habrá hecho, porque como ya decía, es difícil seguir la pista de publicaciones y a qué se corresponden exactamente.

Los relatos incluidos en Tantos ángeles rotos (magnífico y sugerente título, por cierto) tocan muy pocos temas. Uno es la familia, como epicentro de muchos de los grandes conflictos del ser humano a lo largo de la vida, como cárcel para los hijos, como consolación para los padres, la familia vista como una relación duradera que muchas veces parece una condena de por vida. Otro es la escritura y la lectura, y una cierta manera de estar en el mundo que se deduce inevitablemente del hecho de leer y haber leído mucho, a veces también de haber visto mucho cine, y de escribir, de hacerlo de cierta manera. Y hablo de leer y escribir y no hablo de literatura porque los personajes y ese narrador casi único de Sánchez Robles no es un cursi literato, sino es alguien que ha leído mucho y alguien que escribe porque tiene que sobrevivir y la escritura no es lo que permite llevar la existencia, sino que es la existencia. Y ese narrador que desprecia lo literario pero vive en lo que escribe parece un alter ego poco disfrazado del autor, poeta, solitario, profesor, de Murcia, muchas veces más concretamente de Caravaca, su ciudad, que va a los bares y bebe, que se queda en casa y fuma, que lee y escribe de madrugada, que juega a las cartas con los del bar, que los retrata en dos pinceladas implacables, que se frustra con los alumnos que le tocan, pero no es una frustración inútil, pues envidia su energía y su tiempo por delante, hay melancolía de los cuerpos jóvenes y del ayer, melancolía de leer ciertos libros por primera vez, pues con los años parece que a los narradores les llega la derrota y les cuesta cada vez más terminar el libro que han empezado a leer o ver con ilusión una película. Hay una mujer que en algunos textos está enferma o en otros está muerta o en otros parece un grillete que encadena. Hay miradas a los cuerpos de las chicas jóvenes y hay una fascinación por las leyendas que se crean con los malentendidos, con lo que dice aquel viejo de la barra del bar que se come las vocales o por cómo junta palabras ese otro, o por cómo hablaba el padre del narrador o su tío o un viejo cura o un profesor. Se aprende de Cioran y se aprende de aquel viejo que apura un coñac y suelta su verdad con acidez en el esófago. No hablo de tramas concretas de relatos concretos porque todos se confunden en un único relato al modo en que todas las películas de Woody Allen son una misma película, pero lo importante es que esa película, este año, salga bien, o no. Aquí el relato sale bien en cada intento. Y no son, para nada, relatos perfectos. No son relatos con juegos técnicos. Son relatos escritos con el hígado y son relatos para que los lea la espina dorsal, como diría Nabokov. Miran a las entrañas de la vida y le cantan. Y muchas veces la maldicen. Le vomitan encima y le piden que pague la cuenta. Y para muestra, algunos títulos, que advierten de por dónde nos movemos: Todos nosotros, La tristeza del animal omega, Cáncer de pulmón, Miss autoescuelas, El paraíso está para perderlo o Ya no tienen hambre los gorriones.


Antes de los relatos leí la novela Donde empieza la nada. El título ya advierte del territorio por el que nos moveremos, el del hombre contemporáneo y el vacío, el del tiempo de mirar por el retrovisor y ver que no hay esperanza, que estamos cayendo. La trama aquí es mínima. Un narrador que va de hotel en hotel o que se queda en casa, según la temporada, un narrador que es comercial de libros y complementos variados, que va con su tenderete a institutos y mesas redondas, despotrica contra el mundo. Y lo hace en una primera parte de la novela en 2025, al final del primer cuarto del siglo XXI, y le canta las verdades al siglo, al que ve vacío, muerto. Y en la segunda parte de la novela vuelve a escribir, a mediados del siglo XXI, para ver que sus predicciones tenían razón y que hasta se quedaban cortas. Donde empieza la nada duele y descoloca. Denuncia lo que se pierde y que no se gana nada a cambio, pero para nada es una diatriba ni una novela social. La novela se mueve manejando la tensión entre la memoria íntima, la de quien ha conocido un mundo que se le ha derrumbado y la memoria colectiva, la bienintencionada y que dibuja un mundo de colores alegres que no se parece realmente al de casi nadie. Hay pesismismo, desesperanza, y cierta lucidez amarga. La lucidez de quien al final de la noche en vela escribiendo frente al ordenador da un último trago de whisky y lanza la maldición que abre el nuevo día. La novela es sobre todo un ejercicio de prosa. Y eso era la literatura, ¿no? Y no hablamos de una prosa poética, que sí, que lo es, pero no en ese sentido amable y lírico que tan temible resulta. Ni es una prosa deliciosa. Es una prosa descarnada que destapa y retrata en ocasiones con crudeza las verdades que se asumen sin más. Y al revés, una prosa que a veces descubre un rapto de belleza en un rinconcito que se quedó sin barrer, en una mancha del avance de la historia poco revisada, en una adolescente sin la ESO, en un paraje sin cultivar, en el fondo de un vaso, en una pantalla de televisión que no se ha apagado y llega hasta una película olvidada.

Diríamos que son dos libros, estos de Miguel Sánchez Robles, que se escapan de lo que normalmente podemos leer. Y diríamos, si quisiéramos ser aún más tópicos y que el narrador de Donde empieza la nada nos despedazara por obvios y bienintencionados, que quizá hace años que se perdió alguna frontera que separaba la literatura como se entendía hasta hace unas décadas de lo que se publica hoy en los canales mayoritarios. Y el espacio para una lectura exigente, y cuando digo exigente no digo difícil, pues son dos libros que apetece estar leyendo a cada momento, dos libros que nos bailan entre las neuronas y de los que uno subrayaría si no fueran de la biblioteca muchos pasajes, buscando metáforas muy afortunadas, y otras menos pero igualmente insólitas. Dos libros para recordar que escribir era tratar de sorprender al lector, desafiarlo. O dos libros para gritar que pueden darle por culo al lector, que se preocupe él de lo que lee y deje al escritor pelearse contra las sombras. Dos libros para recordar que escribir es a veces lo único que nos hace estar vivos, la única opción posible. Dos libros para celebrar los encuentros fortuitos en las bibliotecas que quedan.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E 

4 comentarios:

  1. Soy amigo de Miguel. Los dos seguimos viviendo en Caravaca. Hemos hecho burradas juntos y convivido muestras familias; pero no sería capaz de retratar su obra como tú lo has hecho. Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias por tu visita y por tus palabras, Jesús, las tomo como un cumplido hacia mi capacidad lectora. La prosa de Miguel me ha impactado y me ha parecido, dentro de lo sospechosa que me resulta la palabra, auténtica, salida de algún sitio muy dentro del autor.

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  2. Me gusta la forma con la que has descrito las obras de Miguel Sánchez Robles a quien conocí a través de su libro La tristeza del barro y gracias al mismo he podido leer otras de sus publicaciones. Para mí será siempre un gran escritor. Gracias por haberlo mencionado. Carolina Viñamata

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    1. Bienvenida Carolina. Gracias por asomarte a esta cueva y tratar de ver algo con forma en sus sombras. Espero yo también poder ir accediendo a más libros de Miguel Sánchez Robles para seguir adentrándome en su escritura.

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